El vitalismo negro-africano

El vitalismo negro-africano

Entrada escrita por Lázaro Bustince Sola, Misionero Padre Blanco y director de la Fundación Sur.

Las religiones tradicionales africanas solo pueden ser comprendidas dentro del contexto vital, cultural y social de estos pueblos. Los rasgos característicos de la cultura negro-africana, establecidos por filósofos como Senghor, Tempels, Mbiti y otros, consisten básicamente en una concepción holística o global de la realidad, el vitalismo, o creencia en la existencia de una naturaleza activada por fuerzas vitales, un acentuado tradicionalismo y una ética centra en el cumplimiento de las obligaciones del grupo. En este breve texto vamos a centrar nuestra atención en el vitalismo.

La fuerza vital impregna todos los seres, pues no existen, en esta concepción, objetos realmente inanimados. Todo tiene un alma. La vida, concebida como dinamismo interno, impregna toda la naturaleza. Esta fuerza vital puede personificarse en algún Ser Supremo, que será entonces considerado fuente última de la energía que anima el Cosmos.

Todos los seres, animados e inanimados extraen su existencia de esta fuerza vital primordial, cuya tendencia innata es el crecimiento. Para el africano tradicionalista no existe una división binaria entre lo natural y lo sobrenatural. Todo es «real» y «natural». Pero dentro de este universo unitario se pueden distinguir luego distintos niveles jerárquicos. Todo aquello que se revela como dotado de unas dimensiones de algún modo extraordinarias es tenido por portador de una mayor fuerza vital y, por lo tanto, merecedor también de un respeto más intenso. Es lo que ocurre con las altas montañas, los grandes ríos, los árboles más altos, los animales más poderosos y llamativos y también con las personas tenidas por excepcionales en algún aspecto.

El mundo se halla poblado entonces de multitud de poderes diferentes. A menudo, son seres personales, dotados, en alguna medida, de cualidades como la voluntad y los sentimientos. La realidad se concibe como una auténtica arena en donde estos distintos poderes rivalizan o cooperan entre ellos según el caso. Los seres humanos forman parte también de esta misma arena y han de manejarse con habilidad, tratando de poner de su parte a estos poderes, o de dirigirlos contra sus enemigos. Esta concepción es la que denomina convencionalmente como «animismo». El ser humano tiene un cierto margen de maniobra. No es dueño del Cosmos, pero tampoco se encuentra totalmente a merced de los poderes vitales. Si obra con sabiduría, logrará beneficiarse de ellos.

El método fundamental para ganarse el favor de los poderes vitales consiste en la ofrenda, en el sacrificio. Se les debe entregar algo que ellos valoren y se debe actuar ante ellos de un modo respetuoso y sumiso, acatando todo un conjunto de normas de buen comportamiento, a fin de no ofenderles. También se debe intentar hacerse con el control de aquellas entidades portadoras de una mayor fuerza vital. Por ejemplo, las personas albinas pueden ser tenidas como depositarias de un intenso poder, lo que las convierte, a menudo, en víctimas de los brujos que buscan servirse de distintas partes de sus cuerpos como instrumentos para sus rituales.

No existe tampoco desde su punto de vista una distinción nítida entre el plano de lo simbólico y el de la materialidad, ni, por lo tanto, tampoco entre la subjetividad de las personas y el mundo objetivo externo a ellas. De ahí que la aproximación a la realidad pueda ser tan emotiva. Si alguien se siente impresionado contemplando una montaña considerará que esa montaña detenta, en efecto, un gran «poder». Del mismo modo, los sueños, las visiones o las sensaciones son tenidos por reflejos directos de acontecimientos reales, no por complejas elaboraciones de la mente humana a partir de acontecimientos reales, con los cuales se relacionan de manera indirecta.

De ahí entonces que el mundo pueda ser concebido en su totalidad como un conjunto de mensajes susceptibles de ser descifrados, a condición de manejar los códigos adecuados. Las prácticas adivinatorias de todo tipo proliferan por doquier. Cualquier actividad humana debe ir acompañada de alguna de estas operaciones, mediante las que se descifra el estado favorable o desfavorable para nuestros propósitos de los distintos poderes que pueblan el mundo.

La vida cotidiana constituye el centro de sus creencias y sus rituales. Lo fundamental para la persona es lograr una existencia terrenal afortunada sin mayores preocupaciones metafísicas. No suele existir una idea de salvación en la otra vida. Se hace gala de un marcado «utilitarismo». Por ello mismo, la actividad ritual tiene por objetivo fortalecer la propia fuerza vital, pero también a veces debilitar la de los adversarios. Es preciso manipular a todas esas entidades poderosas que nos rodean para ponerlas de nuestro lado. Así, los conflictos interpersonales se prolongan habitualmente en el plano de lo «espiritual».

El brujo es el destructor de la vida, que procura satisfacer su propia necesidad de vida a costa de la de los otros. De ahí que la brujería sea condenada como lo peor de todas las lacras sociales. Pero realmente la creencia en la misma parece una consecuencia inevitable de toda esta concepción animista. No se trata únicamente de que la conflictividad social a menudo se exprese mediante las acusaciones de brujería, ni tampoco de que, con frecuencia, la hechicería sea practicada efectivamente con el objetivo de dañar a otros. Más allá de todo ello, si se cree en un mundo gobernado por fuerzas vitales en liza, las desgracias humanas han de ser entendidas como resultado de la acción de las mismas. El procedimiento concreto a través del cual habrá tenido lugar este efecto podrá variar. Puede que se trate de un castigo por no haber cumplido una oferta o haber violado un tabú. Puede que se haya sido víctima de una maldición por parte de algún antepasado. Pero puede también que se esté siendo víctima de la brujería…y que haya que actuar en consecuencia. Las acusaciones de brujería, con sus dramáticos resultados, se encuentran todavía muy extendidas hoy en África.

El vitalismo negro-africano resulta saludable en ciertos aspectos. Dota a la persona de un fuerte sentido de unidad y armonía con la naturaleza. Pero, por otra parte, dificulta una aproximación más «racional» a la realidad, entendiéndola como activada por una serie de encadenamientos causales objetivos e independientes de la voluntad de ningún ser sobrenatural. Ello lo convierte en un fuerte obstáculo para el progreso tecnológico.