Los socialismos africanos. Un análisis crítico (I)

Los socialismos africanos. Un análisis crítico (I)

Escrito por Imanol Rastrollo. Máster en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos de la UAM. Alumno del Curso Cultura y Pensamiento de los Pueblos Negros y por Juan Ignacio Castien Maestro, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM y director del Curso Cultura y Pensamiento de los Pueblos Negros.

Desde las independencias de los sesenta y hasta finales de los años ochenta, varios Estados africanos se embarcaron en la aventura de construir un modelo socio-económico alternativo al heredado de la época colonial, que les permitiera, al mismo tiempo, escapar del subdesarrollo y la dependencia y preservar y desarrollar sus propias tradiciones culturales. Junto a aquellos Estados que, como Angola, Mozambique, Etiopia, Benín y la República del Congo, trataron de replicar en líneas generales el modelo soviético, otros países optaron por una vía distinta. Sus diferentes experiencias prácticas y sus diversas elaboraciones teóricas pueden agruparse bajo la rúbrica general de “socialismo africano”, que subraya su unidad de fondo pese a las particularidades de cada caso concreto. El carácter en última instancia fallido de todas estas iniciativas no las priva de interés desde el punto de vista histórico, ni tampoco ha de llevarnos a relegar al olvido un rico bagaje de experiencias del cual todavía hoy pueden extraerse muchas valiosas enseñanzas.

Para entender la génesis del llamado socialismo africano, debemos comenzar por situarnos mentalmente en el clima cultural predominante al término de la Segunda Guerra Mundial. En aquellos momentos, el término “socialismo” gozaba de un enorme atractivo, que contrasta con el intenso rechazo al que se vio sometido en los años noventa, como consecuencia del efecto combinado del fracaso final de numerosos regímenes autodenominados “socialistas”, comenzando por el soviético, y de la victoria ideológica del neoliberalismo a nivel mundial. Sólo con el cambio de siglo, el cuestionamiento progresivo del neoliberalismo y el auge de ciertos movimientos de izquierda, especialmente en Latinoamérica, ha devuelto al concepto de socialismo una parte de su antiguo prestigio.

Julius Nyerere. Foto. Fuente: Wikimedia

En el período de postguerra, el socialismo se asociaba con frecuencia a la URSS y a su contribución fundamental a la derrota del fascismo. Asimismo, el rápido desarrollo industrial logrado por este país desde los años treinta hacía de su modelo de economía estatalizada y centralizada una clara fuente de inspiración para el resto de la humanidad, especialmente para los nuevos países independientes, ansiosos de superar lo más pronto posible su situación de subdesarrollo. Las disfuncionalidades del sistema soviético, que irían volviéndose con el tiempo más intensas y que desembocarían en su colapso final, no resultaban en su momento tan visibles. Por último, tampoco podemos olvidar que las metrópolis contra las que luchaban los nacionalistas africanos eran precisamente las grandes potencias capitalistas y liberales. El capitalismo se asociaba con el colonialismo y el neocolonialismo, más aún teniendo en cuenta el papel de ambos en la génesis y preservación del sistema capitalista mundial.

Sin embargo, más allá de la adopción de una etiqueta general, quedaba por definir el contenido concreto de este socialismo. El socialismo africano, al igual que su contemporáneo el “socialismo árabe”, también ya fenecido, y que ciertos populismos latinoamericanos, se presentó como una alternativa al socialismo de corte más marxista, con el cual mantenía, empero, ciertas afinidades. Las diferencias fundamentales entre estos dos grandes modelos, ambos muy heterogéneos internamente, radican ante todo los objetivos a los que se aspiraba. Si bien estos socialismos alternativos no rechazaban el fin último de construir una sociedad universal sin clases, sus objetivos inmediatos eran bastante más modestos. Se buscaba hacer de las excolonias ahora liberadas unos Estados auténticamente independientes, no sólo en lo político, sino también en lo económico, así como socialmente cohesionados, al asegurar un mínimo de bienestar y de justicia social para todos sus ciudadanos. Se aspiraba, pues, a construir unas sociedades nacionales autónomas en la esfera internacional e integradas en el plano interno, de modo que sus habitantes pudieran participar plenamente en su vida social y política. De ahí que su estrategia política pasara por la conformación de grandes coaliciones interclasistas unidas por la lucha contra el colonialismo y el postcolonialismo, así como contra sus aliados locales más directos. La lucha de clases quedaba, en consecuencia, relegada a un papel secundario o simplemente desechada, dado que el enemigo era ante todo externo.

Así, el ideal socialista quedaba totalmente supeditado a un proyecto que en lo fundamental era nacionalista y populista. El socialismo, más que como un fin en sí mismo, se concebía entonces como un instrumento al servicio de los objetivos nacional-populares. Por ello mismo, la transformación socialista a la que se aspiraba solía detentar un alcance limitado, más allá de una cierta retórica política. Se reducía en lo fundamental a la nacionalización de los sectores claves, a la promoción del cooperativismo y al desarrollo de un cierto Estado del bienestar. Resulta fácil entender entonces por qué, cuando este instrumento se reveló menos eficaz de lo previsto y cuando el entorno internacional se volvió menos favorable, con el final de la Guerra Fría, las políticas “socialistas” iniciales fueran reemplazadas con facilidad por otras de corte más liberal y más acordes con los nuevos tiempos.

Kwame Nkrumah.. Foto. Fuente: Wikimedia

Estos virajes resultaron tanto más sencillos, en razón de la propia base social de estos movimientos y de estos regímenes. Dada la naturaleza de las sociedades africanas del momento, la misma estaba constituida por una amplia masa campesina, junto a un reducido proletariado urbano y minero, bajo la dirección de una reducida intelligetsia, conformada por aquella pequeña minoría que había podido acceder en alguna medida a una educación occidental y había podido emplearse en la administración estatal y en algunas empresas privadas. Siendo ella misma una creación del antiguo orden colonial, de la que éste se servía para realizar tareas subalternas, esta capa ilustrada se encontraba profundamente embebida de las distintas ideologías de origen occidental, como el ideal ilustrado, el liberalismo, el socialismo o el nacionalismo. De un modo lógico, la expulsión de los europeos implicaba su asunción del poder como nuevo grupo dirigente a la cabeza del conjunto de la nación. El débil desarrollo capitalista previo, la marcha de los empresarios europeos o de los pertenecientes a minorías indias y levantinas y la nacionalización de sectores estratégicos como estrategia para escapar de la dependencia neocolonial, coadyuvaron al fortalecimiento del sector público, que se convirtió en el eje de las economías nacionales, lo cual obviamente redundó ante todo en beneficio de esta nueva clase dirigente, para la cual socialismo equivalía ante todo a una estatalización bajo su égida.

Esta estatalización se combinó en la mayoría de los casos con el establecimiento de sistemas de partido único. De nuevo, a la hora de enjuiciar estas políticas debemos tener en cuenta el momento histórico. Desde los años veinte los sistemas de partido único, ya fuera de manera oficial o, al menos, en la práctica, habían sido adoptados por regímenes tan distintos como la Unión Soviética, la Turquía kemalista, la Italia fascista y el México revolucionario. Frente al rechazo mayoritario que hoy en día suscitan estos sistemas, fueron muchos quienes durante décadas vieron en el partido único una eficaz herramienta con la que encuadrar a los sectores sociales más activos y comprometidos al servicio de una estrategia de transformación social, fuesen cuales fueron los objetivos específicos de la misma.

En el caso africano, como en otros muchos, el partido único fue concebido como un instrumento de movilización y encuadramiento social, al servicio de un proyecto de modernización autoritaria y acelerada. La convergencia entre el mismo y el sistema económico estatista resulta patente.

Sekou Touré. Foto: fuente Wikimedia

Sin embargo, el carácter amplio de la coalición nacional-popular a la que organizaba se plasmó también en una ideología bastante laxa e inclusiva, lo que salvaguardó a la población de la represión extrema propia de un régimen genuinamente totalitario al servicio de una ideología bien definida.
Esta suerte de capitalismo de Estado autoritario se prestaba luego a evolucionar en sentidos dispares. Podía hacerlo hacia un estatismo más pleno, como el soviético, o podría haberse democratizado con el tiempo, avanzando hacia un socialismo participativo, en donde el poder de la inicial casta dirigente quedara progresivamente diluido. Por último, podía hacerlo hacia un capitalismo de corte más liberal, como efectivamente ocurrió. Esta evolución no entrañaba grandes dificultades. Los nuevos dirigentes podían invertir sus nuevas riquezas en el sector privado o potenciar el desarrollo del mismo a través de contratas concedidas a sus allegados. Con ello, iría creándose una burguesía local, capaz de hacerse con las riendas de la economía, una vez que comenzasen las privatizaciones. Así, en suma, el capitalismo estatista operó como una auténtica incubadora de un capitalismo más al uso. Este proceso, que previamente se dio en lugares tan dispares como Turquía o México, es el mismo que en lo fundamental experimentó también más adelante el África Subsahariana.

Como podemos apreciar, este nacionalismo progresista y populista africano no dejaba de contar con numerosos precedentes en otras muchas partes del mundo. Pero quizá su antecesor más acabado y consecuente fue el populismo ruso. Del mismo, de sus polémicas con el marxismo y de las relaciones de todo ello con los socialismos africanos nos ocuparemos en nuestra siguiente entrega.