26 May Los socialismos africanos. Un análisis crítico (II)
Escrito por Imanol Rastrollo. Máster en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos de la UAM. Alumno del Curso Cultura y Pensamiento de los Pueblos Negros y por Juan Ignacio Castien Maestro, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM y director del Curso Cultura y Pensamiento de los Pueblos Negros.
Tal y como explicamos en la primera parte de este trabajo (https://culturaypensamientodelospueblosnegros.com/los-socialismos-africanos-un-analisis-critico-i/), los socialismos africanos vinieron a constituir una suerte de nacionalismo anticolonial y de populismo progresista. Su socialismo se limitó en la mayoría de los casos a la estatalización de ciertos sectores estratégicos, la promoción de ciertas políticas redistributivas y una regulación, más o menos intensa, del sector privado. Si bien podía postularse como objetivo final el establecimiento de una sociedad sin clases, las aspiraciones a corto y medio plazo resultaban mucho más modestas, reduciéndose en lo fundamental a la construcción de países prósperos, con justicia social y libres de dependencias neocoloniales. La burocracia a la cabeza de este capitalismo de Estado estaba llamada a ser la nueva clase dirigente, en reemplazo de los colonos y las aristocracias tradicionales, alzándose sobre una mayoría campesina desprovista realmente de poder. Con el tiempo el sistema evolucionó hacia un capitalismo más liberal, con su propia burguesía nacional, al tiempo que se regresaba a una integración dependiente en el mercado internacional. Pero antes de ello, el África Subsahariana operó como un inmenso laboratorio en el que se gestaron diversas estrategias de desarrollo más o menos “socialista”, que, más allá de su derrota final, nos dejaron un legado de ricas experiencias, de las que sigue siendo posible aprender mucho todavía hoy en día.
En esta segunda entrega, vamos a abordar algunas de estas estrategias. Nos interesa subrayar su continuidad con debates y experiencias previas, en particular las que se desarrollaron en el ámbito ruso, antes y después de la revolución bolchevique. La Rusia zarista era un país campesino y atrasado, con ciertos islotes industriales. En este aspecto, no dejaba de guardar ciertas similitudes genéricas con los nuevos Estados africanos, si bien era también mucho lo que la separaba de los mismos. Era un viejo imperio y no una antigua colonia ahora independizada y, a pesar de todo su atraso, sus diferencias con respecto a los países más avanzados eran en su caso mucho menores.
Tampoco se le podía considerar una semicolonia, a pesar de su debilidad y su dependencia económica y política con respecto a las grandes potencias capitalistas. De ahí entonces que las enseñanzas de la experiencia revolucionaria rusa, tan problemáticas ya en sí mismas, solamente resultasen transferibles al mundo africano en términos siempre parciales y aproximativos.
No obstante, hubo dos grandes cuestiones con respecto a las cuales las discusiones y políticas desarrolladas previamente en Rusia fueron hasta cierto punto replicadas en los nuevos Estados africanos. Se trató, en primer término, de la naturaleza del campesinado y de su papel en la edificación de una futura sociedad socialista y, en segundo lugar, de las relaciones entre el campo y la ciudad en el marco de las diferentes estrategias de industrialización.
En cuanto a la primera, el núcleo del debate estribaba en el peso de las relaciones comunitarias dentro de la población campesina y en sus potencialidades de cara a la construcción socialista. En la vieja Rusia, los populistas habían abogado precisamente por un socialismo de base campesina, que se construiría a partir de la comuna rural tradicional. Por el contrario, los marxistas, y muy especialmente Lenin, denunciaron estas concepciones como una mera idealización ingenua, mediante la que se estaba encubriendo el creciente desarrollo capitalista en curso y la polarización del campesinado entre proletarios y propietarios. El reparto de tierras tras la revolución consolidó aún en mayor medida un amplio estrato de campesinos propietarios, cuya inclinación hacia el capitalismo se convirtió en uno de los grandes quebraderos de cabeza de los dirigentes soviéticos. Esta amenaza sólo podría ser despejada mediante una política de industrialización y urbanización masiva y acelerada que disolviese definitivamente la antigua sociedad campesina.
En África, sin embargo, estas políticas industrialistas no resultaban tan factibles. No se disponía de los cuantiosos recursos materiales ni de la inmensa población de la URSS, y el nivel de partida era mucho más bajo. La situación se asemejaba, en cambio, a la de la China maoísta. Frente al énfasis soviético en el rol de vanguardia de los trabajadores urbanos, Mao había hecho del campesinado el motor de la revolución. Con posterioridad, se decantó por una industrialización más descentralizada, más ligada al desarrollo rural, encarnado en comunas agro-industriales.
Esta estrategia acabó fracasando dramáticamente, en gran medida como consecuencia del voluntarismo extremo con el que fue aplicada.
Este proyecto de socialismo campesino encontró un promotor entusiasta en la figura de Julius Nyerere, presidente de Tanzania hasta 1985. En 1967 publicó su obra Socialismo y Desarrollo Rural, en donde defendió también la instauración de aldeas socialistas autosuficientes por todo el país. Pero esta estrategia se malogró de nuevo. Los habitantes de las nuevas aldeas eran trasladados a la fuerza a las mismas y habían de vivir en ellas en condiciones muy deficientes, mientras que los más allegados al partido gobernante acaparaban los escasos recursos disponibles. No obstante, también se lograron remarcables avances en salud y educación. A principio de los ochenta el sistema colapsó, en el contexto de una terrible sequía y una caída de los precios de sus exportaciones agrícolas. Como tantos otros Estados en esa época, Tanzania, tuvo que pedir la ayuda del FMI y del Banco Mundial, a cambio de la cual hubo de proceder a las consabidas liberalizaciones y privatizaciones.
Frente a este populismo campesino, otros socialistas africanos apostaron de manera decidida por la industrialización, tratando de seguir la estela de sus predecesores soviéticos. De nuevo aquí también se contaba con una experiencia tan rica como discutible. La Unión Soviética heredó del zarismo su condición de país agrario y atrasado, pero dotado de una serie de enclaves industriales, y sobre todo de cuantiosos recursos humanos y materiales susceptibles de ser aprovechados. Pero a esta compleja herencia se le añadieron dos importantes lastres, la devastación resultado de años de guerra y el cerco internacional. En esta tesitura la promoción de un desarrollo acelerado se presentaba como una urgencia no sólo económica, sino también política. Ahora bien, las estrategias para alcanzar este desarrollo no podían ser más opuestas. El sector derechista, encabezado por Bujarin, apostaba por que el desarrollo en el campo, asentado en una multitud de pequeñas explotaciones que producían para el mercado, acabase generando una potente demanda para la industria. En cambio, la oposición de izquierdas, encabezada por Trotsky, denunciaba que esta vía acabaría convirtiendo a la URSS en un país capitalista y subordinado a las grandes potencias industriales. La industrialización, basada en la propiedad estatal, era una tarea impostergable. El problema estribaba en cómo financiarla. La respuesta estribaba en el incremento de los impuestos al campesinado más acomodado, y más peligroso para el régimen, los célebres kulak, así como en el establecimiento de un sistema de precios favorables a los productos de la industria urbana, lo que supondría un intercambio desigual entre la ciudad y el campo. Se trataba en suma de explotar al campesinado para extraer de él los recursos necesarios con el que levantar una industria moderna en un tiempo récord.
Yebgueni Preobrazhenski, el más importante teórico económico de la izquierda, acuñó el término “acumulación socialista originaria” para referirse a esta estrategia. De acuerdo con Marx, el capitalismo pudo desarrollarse a partir de un proceso previo de “acumulación originaria”. Una vertiente fundamental de este proceso consistió en la conformación de una amplia masa de capital, resultante en buena medida del saqueo colonial. Así, el desarrollo industrial capitalista se financió originariamente por medio de recursos externos extraídos de una periferia no capitalista. Pero la URSS no disponía de colonias, ni tenía tampoco tiempo que perder. Stalin apoyó inicialmente las posiciones bujarinistas, para virar luego hacia una versión radicalizada de las tesis de sus adversarios de la izquierda. Llevó así a cabo una colectivización forzosa, en el curso de la cual se obligó a los campesinos a ingresar en cooperativas controladas por el gobierno, haciendo uso para ello de una violencia en gran escala. Esta política logró industrializar al país en un breve lapso de tiempo, lo cual permitiría más tarde derrotar al nazismo, pero supuso también un precio terrible en términos de muertes a causa de la hambruna y la represión e hizo de la agricultura el eslabón más débil de la economía soviética hasta el final de sus días.
África vivió diversos intentos de emular la experiencia soviética, a pesar de las obvias dificultades para hacerlo. El caso más dramático fue el de Etiopía, gobernada no por partidarios del “socialismo africano” sino del “marxismo-leninismo” soviético.
Parece difícil imaginar un entorno menos favorable para una política semejante. El ecosistema del país es muy frágil, expuesto a periódicas inundaciones y sequías, y el terreno es asimismo muy accidentado, lo que favorece el nomadismo y la agricultura de subsistencia. El contraste con la mítica fertilidad de las tierras negras rusas no podría ser mayor. Pero nada de ello detuvo al Coronel Mengistu, que decretó el reasentamiento forzoso de los campesinos. Todo ello, en un contexto además de insurgencia en distintas partes del país, especialmente en Eritrea, desembocó en una hambruna catastrófica.
Previamente, se habían dado en otros países, otras iniciativas mucho más razonables, aunque también terminaron abortadas por distintos motivos. Nos ocuparemos de dos desarrolladas simultáneamente en los años sesenta: las de Ghana y Malí. En el primero de estos países, Nkrumah, el líder de la independencia y una de las figuras más destacadas del panafricanismo, se encontró con una economía agraria y fuertemente dependiente del mercado exterior, acorde con los modelos económicos instaurados en todas partes por el colonialismo. Trató de financiar el desarrollo del país
manteniendo bajo el precio del cacao comprado a los agricultores. Pero ello suscitó un fuerte descontento entre estos últimos. Su incremento de los impuestos orientado a maximizar el flujo de rentas hacia el Estado provocó también numerosas huelgas y protestas. Su respuesta estribó en una política cada vez más autoritaria. Asimismo, su política de fortalecimiento del sector público tropezaba, al igual que en tantos países en desarrollo, con la realidad de un Estado desprovisto del suficiente personal cualificado y lastrado por la corrupción y el clientelismo. Esta combinación de problemas le privó de los apoyos necesarios para hacer frente a sus adversarios internos y externos, descontentos con su izquierdismo. Llegado el momento, un golpe de Estado derechista lo derrocó con facilidad. Aún así, consiguió éxitos remarcables en salud y educación. Pero la sustentabilidad de tales logros sociales siempre resulta problemática en ausencia de una sólida base económica.
La experiencia maliense no fue tan diferente. Aquí también, el padre de la patria, Modibo Keita, procedió a industrializar los sectores del arroz, el azúcar y el tabaco.
Promulgó además el marcado acto revolucionario de sacar al país del franco CFA (franco de la Comunidad Financiera de África) y poner en circulación el franco maliense, de acuerdo con el principio de que el poder político siempre está acompañado del derecho a acuñar moneda. Fue un auténtico acto de soberanía nacional, pero la moneda se devaluó rápidamente, lo que condujo a una hiperinflación. Asimismo, los intentos de controlar los precios no funcionaron y alimentaron un intenso contrabando y descontento entre los comerciantes. Una vez más, la respuesta consistió en una represión contra los disidentes, que acentuó la pérdida de popularidad del gobierno y abrió el camino al golpe de Estado de Moussa Traoré, quien liquidó toda la experiencia.
Pero todos estos fiascos no dejaron de ser aleccionadores. Mostraron en reverso las enormes debilidades a las que se enfrentan un África fragmentada en lo político, desarticulada internamente en lo económico y condenada aún hoy a una inserción dependiente en el mercado internacional. El fracaso de los intentos previos por emanciparse de esta situación no debe hacernos olvidar que el proyecto de construcción de unas sociedades más prósperas, integradas y autónomas con el que soñaron los promotores del socialismo africano permanece aún pendiente.
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Algunas referencias bibliográficas básicas
AMIN, S. (1971): L’Áfrique de l’ouest bloquée. L’économie politique de la colonisation 1880-1970. París: Les Éditions de Minuit.
AMIN, S. (1994): El fracaso del desarrollo en África y en el Tercer Mundo. Un análisis político. Madrid: IEPALA.
Lenin, V.I: El desarrollo del capitalismo en Rusia. Moscú: Editorial Progreso.
Nyerere, J. (1967): Socialism and rural development. Dar es Salaam: Govern of Tanzania.
Procacci, G. (ed): El gran debate I. La revolución permanente. Madrid: Siglo XXI.
Procacci, G. (ed): El gran debate II. El socialismo en un solo país. Madrid: Siglo XXI.